A mí, que (por fin) me dí el permiso. A la
vieja, que siempre me dijo “anotá, que después te olvidás”. A los mandados, que
existiendo tempraneros en mi infancia me exigieron la listita incomparable y,
entonces, al fin el vuelo tranquilo en la vereda, la memoria agarradita al
papelito, mi cabeza desatada en otros mundos, ¡la importancia de ir jugando
todo el tiempo! Y entonces: a los juegos, que existiendo primitivos señalaron
el camino más certero, y pusieron en las reglas la revancha, en el pasto las
derrotas y en el triunfo el desparramo. Entonces ¡cómo no! también al fracaso,
que me obligó a identificar, a aceptar, a querer y a abrazar, toda pobre y toda
herida, mis pedazos; los más tercos, los más rudos, los más raros. A mis
amigos. A mis hermanos. A mis dolores. A mi pavor. Al tiempo, que no existe. Al
olvido, que tampoco. A la mujer que ríe. A la mujer que calla. A la mujer que
espera. A la mujer que asombra. A la mujer que baila. Pero, por sobre todas las
cosas, al mundo. ¡Gracias al mundo! porque mientras yo giro él también se
permite dar vueltas y ser mundo. Porque mientras yo giro, me desplomo, subo y
giro… ¡él también sigue girando!
Gracias. Gracias por estar y gracias por
venir.
Me broto de vergüenza, me visto de osadía y
me pica la nariz.
¡Salud,
amor y atchís!
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