Mirá, yo no sé si la poesía será mi lugar. Lo único
que sé es que por algo estoy acá, de cara al pasto y al papel, asesinando
hormigas y algo más, pensando en fantasmas que no saben contar hasta diez y
volar. Sucede que vivo en una casa de piedra, y un poco de ternura no vendría
nada mal. Me congelo por dentro y por fuera, y estoy de pie pero caída, con los
brazos en señal de libertad. Si esta ciudad hablara pediría sangre o piedad.
No queremos decir cosas lógicas, queremos una
caricia, palabra o mirada, que nos haga temblar; un milagrito gigante, una
razón para andar. Sucede que vivimos en casas de piedra, y dormimos muy poco, o
dormimos muy mal, y no queremos planchar el disfraz que nos hace transpirar y
cobrar. Queremos quedarnos desnudos, mirando paredes vestidas, jugando a perder
o a ganar. No queremos salir a tener un nombre o un rumbo. Queremos detener el
tiempo y que se aquiete, de una buena vez por todas, el mundo; ¡arrancarle las
sesenta agujas a ese reloj inmundo! y darle la espalda y ser libres, y darle la
mente y ser puros. No queremos despertar y que nos inyecten la rabia, el
bostezo y los números. Queremos saber qué se siente ser propios, queremos saber
qué se siente ser suaves, queremos saber qué se siente ser niños; con la
entrepierna llena de pelos o religiosamente podada ser niños, con las manos
llenas de tierra y la esperanza explotando en las venas ser niños. No queremos,
en el fondo, las pantallas que nos tapen el paisaje y el camino. Queremos estar
solos y sentirnos fuertes, queremos estar fuertes y sentirnos dignos. No
queremos la mentira y no queremos el olvido. Queremos mirarnos de ojos cerrados
y poder decirnos “esta piel se parece a la mía”, "¿te das cuenta?", "¡somos lo
mismo, somos lo mismo!"
Porque, al fin y al cabo, tampoco queremos sentirnos
diferentes. Tan sólo queremos que nos vean distinto.
Eso. Tan sólo queremos que nos vean distinto. Somos lo mismo, nena, somos lo mismo.
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